Universo a distancia

Existe un universo polisemántico. En él reside la katártica Galaxia kiaresca. Este universo se contrae y se expande intermitentemente. Desde tan enigmático punto se pueden apreciar violentas nebulosas y excéntricos anillos que juegan a cuestionar las leyes del universo. Incautos exploradores magentas han llevado peripécicas excursiones, sin reportar cambios de tristésica alegría, de fracasoledad. Los únicos moradores son cansadas líneas, enredaderas de colores rojos y quemados que se exaltan y multiplican al más mínimo indicio de movimiento –francamente sincronizado- de los focos invisibles. Si se tiene a la mano un telescopio virtual, es preciso avistar según recomienden los enterradores, su impredecible movimiento.



Me enamoré de una cuchara.

...mientras una cuchara verde le predice el pasado a cambio de una canción de cuna.
Gustavo Cuando.


Me enamoré de una cuchara. De su piel de acero inoxidable. De su rígido temblor entre mis manos.
Ese día el despertador soltó cuatro timbrazos antes de que pudiera levantarme. Me puse en pie. Miré el espejo que está frente a la cama. Tardé al menos veinte segundos en reconocer mi rostro. Lo malo de soñar es que uno no se acuerda que es viejo. A nadie le cuesta trabajo subir las escaleras cuando sueña. Es vergonzoso despertar radiante con el cinismo de los veinte años y encontrar en el reflejo un hombre decrépito y cansado. Al fin de cuentas nadie se percata como pasan los años.
Doña Malu tocó a la puerta y tuve que apresurar el ritual de la compadecencia. Diez segundos más me hubieran bastado para deshacerlo todo y recomenzar. Me eché una bata encima. El desayuno estaba listo. Como todas las mañanas podía sentir el calor de la estufa refugiándose en mi cuarto. El inequívoco olor matutino de la simple mezcla de huevos y sal sobre el sartén. Me puse las chanclas verdes de plástico que tanto me gustan y me senté del lado derecho de la mesa de cristal. Esa mesa fue de mi madre. Pasé tantos desayunos y meriendas contemplándola callada del otro lado. Quiero decir, la imagen de mi madre reflejándose sobre el pálido abismo del cristal. Ella, siempre ella, callada y lenta desde ese otro lado de la mesa. Las comidas no fueron hechas para mi madre. Siempre había algo profundo, oculto, en la sopa o en la ensalada que la afligía enormemente. Acostumbrado al inmenso silencio comensal tomé el periódico y empecé a leer sin decir palabra. Me actualicé sobre los eventos del mundo, el resultado del partido, la última muestra de cine. Nada puede importarme menos. Doña Malu parloteaba incansable sobre quién sabe qué estaciones del metro y quién sabe qué nieto que ya entró a la primaria. Normalmente no presto atención a las cosas que dice. Me eduqué a pensarla como una radio encendida a la que no se le tiene que responder nada. No hay que mirarla siquiera. Le basta con un simple gesto afirmativo de cuando en cuando. Pero esta mañana sería tan diferente de las otras. A esas alturas no lo sabía. La rutina me tenía envuelto en una dulce sábana que me cubría hasta los tobillos. Sobre el periódico la cara de Doña Malu decidió romperlo todo. Después de unas cuantas explicaciones confusas pidió permiso para irse temprano. Yo le dije que sí, que le vaya bien, que no se le haga tarde, que Dios le guarde. Con el tiempo he aprendido, con un éxito rotundo debo decir, a desenvolverme en éstas penosas interacciones sociales. Descuidarse no esta permitido. Decir lo que pienso, lo que en verdad pienso constituiría un suicidio. La dejé ir. Principalmente por que prefiero estar solo. Su presencia diaria perturba mi paz aunque mantiene en excelentes condiciones las cortinas.
Se fue. Hice el periódico a un lado y me disponía a disfrutar mi desayuno. En su inexplicable prisa y sobresalto Doña Malu había olvidado poner los cubiertos. Hacerse viejo es como llevar consigo una bolsa estorbosa de costumbres extrañas. De pasos que hay que seguir al pie de la letra. Me paré molesto y me dirigí a la cocina. No sé cuanto tiempo había pasado sin entrar a allí. Miré los azulejos y no pude reconocerlos. Sentirme parado ahí, como un inútil, como un turista que desconoce la ciudad en la que se encuentra y sin embargo cree reconocer las calles. Me pareció risible que después de tanto tiempo olvidara los insulsos detalles de mi casa. Pasé la mano por la estufa aún caliente y tuve una regresión a algún momento de mi infancia. De vuelta a la realidad me enfrenté a un problema mucho más grave. No sabía cuál era el cajón de los cubiertos. De entre todas las cosas que dejó mi madre había una cocina repleta de cajones y estantes. Utensilios y aparatos inservibles. Cada uno con un orden adecuado e inalterable del cuál, por supuesto, yo no tenía conocimiento. Ella nunca cocinaba. Me quedé parado un momento sin hacer nada. Me pareció necesario analizar a fondo la situación en la que me encontraba. Cada gaveta, cada cajón, cada puerta contenía partes tan maravillosas como dolorosas de mi vida, de mi infancia. Dicen que a mi edad uno se vuelve propenso a la delusión y la fantasía. Tocar un objeto es revivir el pasado. Tocar un recuerdo es como volver a él. Calculé las probabilidades de encontrar eficazmente los cubiertos, optimizando el golpe de recuerdos y minimizando el tiempo de la búsqueda. Decidí comenzar a explorar de derecha izquierda y de arriba a abajo. Era un método infalible. Abrí el segundo cajón de madera y un brillo casi mágico me deslumbró instantáneamente. Era una cuchara. Una cuchara perfecta, escogida por el destino sobre todas las demás para que yo la tomara ese día. Al tocarla sentí un escalofrío. Quise soltarla de golpe. Pero ella se aferró tiernamente a la porosidad de mis manos. La llevé a la mesa y sin dejar de mirarla la coloqué suavemente sobre el vidrio. La observé atentamente, como tratando de memorizarla. El cristal, como mi cómplice, develaba sus suaves curvas de metal. Los detallados grabados sobre su finísima punta. La delicadeza de su curvatura reflejando mi cabeza, mi perplejidad. Imaginé la hermosura de sus ojos y ella me miró recatada y compasiva. Supe por sus expresiones que quería probarme pero no se atrevía a dar el primer paso. La tomé con fuerza, sin apretarla. La hundí como un loco sobre le melón ya cortado y la elevé hasta llegar a mis labios. Yo suspiré en voz alta y creo que ella también estaba suspirando. Fue nuestro primer beso. La primera cucharada de tantas que acontecerían con ella como protagonista. No pude sentir sino el frío helado que provenía de su cuerpo. Sabía que no estaba lista y quise apresurarla. Me detuve. No quise desperdiciar nuestro primer encuentro con un desayuno tan insulso. Me la llevé al sillón y la contemplé cantándole dulces canciones de cuna toda la noche. Por la mañana me dí cuenta -el sol nos había sorprendido con ella en mis brazos- y mi vida por fin había comenzado.
Calenté agua y preparé un té. La vida se complica cuando no puedes hacer entero uso de tus extremidades. No podía soltarla. Había perdido un brazo pero había encontrado el amor después de tantos años. El amor verdadero. No esos amores baratos que pasan en la tele y producen hijos y fotografías. No el amor cansado que tuvo mi madre y que terminó por dejarla sola y amargada. La dejé reposar en la dulzura de la miel y el olor del eucalipto. Le di un baño completo. Me deleité al ver ligero verde del té resbalar por su delgadísima estructura. La meneé y ella sonrió despistada y confundida. Le di un sorbo al dulce elixir que reposaba en ella. La dejé en mi boca. Le permití que sintiera el lento roce de mi lengua contra su cuerpo. Desde ese momento se entregó entera en cada cucharada. Ya no podía imaginar ni un bocado donde ella no estuviera presente.
Con tan poco tiempo de conocerla supe que me había obsesionado. Yo quería probar todos sus sabores. La emanación de su piel con la sopa de fideos. Su risa mientras sostenía la mantequilla. Su exquisito temblor al degustar el relleno de carne. Cociné. Cociné como no lo había hecho en años. Ella se divertía al verme hipnotizado dejando caer violentamente el azafrán o inclinándola un poco para remover los ajos. Cociné para ella y ella lo estaba disfrutando. No podía recordar la última vez que la alegría de alguien me había importado. No podía recordar la última vez que algo me había importado.
Los primero días pasaron rápido como mi juventud. Yo me había preparado en silencio sin tocar siquiera el tema, sin invadir su intimidad. Una noche me dí cuenta que habíamos acabado con todos los utensilios, de todos los cajones, con todo lo que podíamos cocinar. El momento fue decisivo. Ella tenía que asentir de lo contrario no la llevaría a mi cama. Dejé reposar apenas su cabeza sobre mi taza de café. No quería abrumarla ni quemarla. Ella se dejó caer inconsciente sobre el mantel tejido que yo había colocado para protegerla del frío. Las flores bordadas enmarcaban su silueta y resaltaban su resplandor azul. Supimos que era el momento. La cargué ceremonioso con mi otra mano y la llevé al dormitorio. Acomodé perfectamente las cobijas. Limpié con fervor todas las arrugas y la coloqué perfecta sobre la almohada. Era mía. Cerré las cortinas para que la luna no nos espiara. Y me senté desnudo junto a ella. Se deslizó tímida hacia mi cuerpo y yo en un arrebato comencé a frotarla sobre mi pecho. Ella comenzó a retorcerse y tuve miedo de lastimarla. Me detuve y la acaricié, apenas tocándola con la yema de mis dedos. Supe que gimió de placer y no pude controlarme. Le hice el amor toda la noche. Cuando desperté aún sentía su metaláceo aroma sobre mi cuerpo. Ella estaba de espaldas y yo la miraba refugiándola del sol. El mundo era nuestro. Cuando uno es joven se anticipa haciendo planes, imaginando posibles futuros. La juventud se va y con ella todos los sueños. Cuando se llega a viejo el aire sabe a terminado. ¿Cómo iba a imaginar que todas mis respuestas se encontraban en la delicada gracia de una cuchara sopera?. Decidí dedicar el tiempo que me quedara a hacerla feliz. A complacerla sin medida. Durante semanas me sometí a sus caprichos. Me mantuvo cocinando como embrujado por el plateado hechizo de su movimiento. Esclavo de sus exóticos antojos. Le preparé sopa de almejas. La alimente de caviar por intermedios. Me pidió Gallina trufada y yo le entregué con ella mi corazón. Por las noches nada importaba. Ella arrancaba de mí todo el cansancio. Me decía con voz trémula lo que deseaba y yo lo cumplía todo al pie de la letra. Con cada demanda me quitaba un año de encima. Con cada caricia una arruga. Su amor hacía que recuperara mi vitalidad. Fuimos alargando cada vez más las noches. Dos meses después ni siquiera nos molestábamos en salir del cuarto. Nuestros cuerpos habían creado su propio idioma. Doña Malu desistió de seguir viniendo a limpiar la casa. No estoy seguro cuando dejó de llamar a la puerta. Ya no importaba si el polvo se acumulaba. Dejé de pensar en el bienestar de las cortinas. En las reliquias de mi madre. En la inmensa pila de trastos sucios y los restos de comida regados en la sala. El suave rumor de su piel me llamaba. Necesitaba tenerla. Sentir el frío acero rozándome. Fuimos arruinando el colchón y también las sábanas. Ella comenzó a despedir un olor tan intenso que pensé que era necesario abrir las ventanas. Pero se negó. Su pudor era tanto que no podía concebir que alguien nos viera. Nuestro amor se expandió por todo el cuarto. Tomó posesión de la cómoda y también del clóset. Su lugar preferido era junto al librero. Le gustaba mirar los libros mientras hacíamos el amor y a mi me encantaba mirarla adivinando sus pensamientos. Ningún lugar estaba prohibido. Yo tiraba una manta al piso, en cualquier esquina de la casa y ella sucumbía inmediata al deseo. Los vidrios se empañaron y ya no fue necesario cerrar el resto de las cortinas. Nuestro sudor fue tirando en pedazos el espejo. El calor era intenso y ya no tenía que taparla cuando dormía. Nos dedicamos al amor. Yo lo había olvidado todo.
Ella me enseñó a sonreír de nuevo, a disfrutar la extraña sensación de cargar un alma en el cuerpo. El reloj ya no existía. Para el amor – como decía ella- no hay tiempo. Dormíamos igual que permanecíamos despiertos, despreciando la diferencia entre el día y la noche. Los sueños se confundían lentamente con la realidad y los días pasaban en un hermoso trance que se sostenía de caricias y felicidad.
Una tarde le tarareaba una canción para arrullarla. Con la palma de mi mano sostenía su cabeza. Al bajar besándola por el cuello me di cuenta que estaba enferma. Sus grabados habían desaparecido. La noté deteriorada en sus bordes. Su piel había dejado de brillar. Estaba pálida. Ella acarició mi nariz dulcemente y supe que estaba muriendo. Ella también lo sabía. Lo supo quizá antes que yo pero se mantuvo callada, tranquila, dispuesta a soportarlo todo para que yo no me enterase. No sabía que hacer. La resguarde entre mis brazos y sentí como se iba la fuerza lentamente. Le grité, le grité con un aliento desesperado. Ella se dobló de golpe. Traté de enderezarla pero fue inútil. Se escurría inevitablemente sobre mi piel. Uso lo poco de vida que quedaba para detenerse por última vez en mi pecho. Mis lágrimas se fueron mezclando con el tibio líquido en que se convertía su cuerpo. Resbaló hasta llegar al piso. Quise levantarla pero no pude. Sólo me quedó un triste gris sobre las manos. Un leve recuerdo miserable de lo que fue, de lo que fuimos. Destrozado me senté en la cama. Alcé la vista y me encontré el espejo. Lo primero que noté es que estaba intacto. Me costó trabajo reconocer mi rostro. En el reflejo se encontraba un hombre de veinte años.

Postdata

Quiero darte el poema de este amor
y no tengo más que palabras sueltas
pedazos, piezas, material inservible.

Quiero escribirte, que sepas
que nada tiene que ver tu silueta en esto
que soy apenas el observador
del rastro que dejas.

Me cautivas, me envuelves, me ciegas
quiero más de ti, quiero más y cada vez más
eso que no puedes darme
eso que no puedo pedirte.

No quiero abrazarte toda la noche
quiero abrazarme a ti todas las noches hasta que muera,
hasta que se termine el cielo, la ciudad, el amor.
Tengo una postdata para ti
que dice: te amo y no quiero.

Tratado sobre tu ausencia ( en tres tiempos)

I.
Tu ausencia es una sombra
que me persigue y me acompaña
es el cinismo de tu presencia invisible
en todos los rostros
en todas las horas
en todo espacio
donde no encuentro tu sonrisa

Tu ausencia es un campo de flores muertas
esperando tu llegada
para animarse a vivir


II.
Quiero tocar tu ausencia
abrazarla al menos momentáneamente
aferrarme a sus rodillas
morderla
rasgarla
para que entienda
el dolor de ésta noche con ella

Quiero tocar tu ausencia
y apenas logro guardarla en mí
cómo un aroma que sólo yo percibo.


III.
Todo ha acabado
Puedo sentirte entre mis brazos
besar tus hombros
amar tu aliento
pero tu ausencia me mira
me mira de lejos y ríe
sabiendo que has de partir
y ella estará ahí
esperando su noche
nuevamente.

39 muertes para el desesperado (Fragmento... Muerte Veintiuno)

Cada vez que alguien siente un cosquilleo en el paladar se sabe condenado.
Comienza analizando seriamente el complejo de sensaciones que conoce. Trata de descartar desesperadamente el cosquilleo. A menudo se confunde con un ardor ligerísimo o un burbujeo interior. A lo largo del tiempo se han inventado remedios caseros que prometen lo imposible. Dicen que rascarse con una hoja de menta retrasa el proceso. Que introducir la mano de un bebe y dejarla reposando calma la comezón. Otros opinan que dormir desnudo bajo la luna llena puede curar al desahuciado. Pero la gente por lo general no habla de esto.
La sensación comienza digamos un domingo por la mañana. El hombre se levanta sin mayor preocupación que pagar la renta y llevar a los hijos al parque. Pronto percibe una sensación incómoda en el centro de su paladar. Lo sabe pero prefiere engañarse. Inmediatamente procede a lavarse los dientes, frenético, con una inusitada devoción. Sólo al terminar con las encías sangrando entiende que es en vano. Cuando suena el timbre no lo contesta. Cuando el perro le pide el paseo matutino no lo saca. Cuando la esposa le pregunta si algo le ocurre él contesta ensimismado: “ nada, nada”. Después de pasar mediodía sentado en el sillón mirando al vació regresa en sí. Llama por teléfono al padre y pide perdón por los centavos que de niño le robaba cada viernes del bolsillo. Después hace una visita al vecino que haciendo cuentas resulta ser lo más cercano a un amigo. Le pide que cuide de su familia y sale apresurado por la puerta. Aunque empieza a oscurecer lleva a los niños al parque. Los ve jugar con una lagrima en los ojos y se siente satisfecho de poder cumplir su promesa cotidiana. Regresa a casa y le hace el amor a su mujer. Complacido se dispone a dormir y casi olvida el cosquilleo. Se levanta a la cocina y pone una hoja de menta en su boca. Francamente no hay nada que pueda esquivar el aviso de la muerte.

Recogeré mi corazón de la casa de empeño.

Me despertaré muy temprano en la mañana. Me tallaré los ojos para asegurarme que he despertado. Bajaré las escaleras y sentiré la piel desnuda de mis pies rozando con la alfombra. Me serviré el café de ayer en una taza. Como siempre lo tomaré frío. Toseré un par de veces e inconscientemente prenderé un cigarro. Cuando termine prepararé la ropa y me daré un baño. Me vestiré de prisa. Tomaré mi bolsa y saldré sin peinarme. Regresaré por la caja que he olvidado. No aguantaré mucho antes de volver a casa.
Caminaré tres cuadras. Me detendré en la esquina del poste caído. Tomaré el autobús de la ruta verde. Dará vuelta a la derecha dos veces. Una en cada siguiente esquina. Buscaré un asiento vacío y me sentaré tranquila. El autobús seguirá derecho y se dirigirá al centro. Pareceré distraída pero contaré los minutos en mi cabeza. Miraré por la ventana con los ojos fijos en el horizonte. Me levantaré de golpe como si hubiera olvidado mi parada.
Bajaré apresurada.
Recogeré mi corazón de la casa de empeño.
Lo meteré con delicadeza en la caja. Lo guardaré de miradas curiosas en la calle. Caminaré con gesto serio por varios minutos. Dudaré al tomar el autobús de regreso. Observaré el paisaje de la ciudad en cuenta regresiva. Me pararé unas cuadras antes y bajaré sin premura.
Al llegar a casa colocaré la caja en la mesa que da al pasillo. Sacaré mi corazón. Correré a cerrar las ventanas y las cortinas. Para que la luz no lo queme y el viento no lo enfríe.
Lavaré mis manos y tomaré con cautela el cuchillo con mas filo. Partiré mi corazón como una manzana. Le limpiaré con un trapo húmedo todo el polvo y el cochambre. Aflojaré los tornillos uno por uno. Los formaré en una línea y los mantendré en orden. Sacaré los engranes y buscaré nuevos de la misma medida. Retiraré los resortes y les haré ajustes. Le extraeré todos los tubos. Los lijaré pacientemente. Los dejaré como nuevos. Tallaré con una espátula las esquinas. Quitaré todo el oxido y lo puliré con ternura.
Reinsertaré los tornillos. Acomodaré los engranes. Pondré los resortes a presión y reintegraré los tubos. Calcularé nostalgias, heridas, lágrimas. Lo pintaré por partes.
Lo tomaré en mis manos. Iré a la cocina. Tomaré un tenedor y realizaré los últimos cambios. Cuando el corazón quede listo lo tiraré a la basura.

El sofá tiene pensamientos suicidas.
Harto en cada costilla de madera que nadie se siente en su comodidad.
Él quería iluminar la sala,
ser el consentido de las visitas,
la cama del gato,
el captor definitivo de la tranquilidad del medio día.

Pero el sofá esta solo,
ítem único y olvidado de un juego de tres.
Se siente triste, ávido de calor humano.
Lo adornan regularmente
seis cojines igual de olvidados
y un par de calcetines depresivos.

Nadie lo quiere, es cierto.
Arrumbado en un cuarto lúgubre,
Inservible.

Siempre que algún inadvertido se sienta en él
se queja, se mueve trabajosamente de lado a lado,
no se acomoda.
A menudo lo miran con desprecio y se resuelven por el preferido de moda (que en estos tiempos es el piso).

El sofá tiene pensamientos suicidas y yo también.
Elegidos de nadie. Hoy es nuestro día.
Esa pequeña pero eficaz materialización de todos mis sueños y por lo tanto todos mis miedos, todos mis juegos...

Exigencias...



Dame el lado oscuro de tus versos.

Descifra mi anagrama.
Encuentra en este ombligo
mi piedra Rosetta.

Regálate mi hecatombe,
arrastrate hacia mi delirio.

Dame la tímida lucidez
de tu sueño profundo.

Regálame el parnaso de tu boca
y da la muerte con palabras
a mi absurda fantasía.

39 muertes para el desesperado (Fragmento... Muerte seis)


La muerte del solitario es acaso más triste que cualquier muerte.
El que muere sólo en realidad muere a capricho de sus fantasmas
Atrapado en lúcidos sueños que no comprende
Que nadie comprende

Aquel muere y no quiere morir
Desea algo más nostálgico
Más inservible

El nadie que murió ayer, por ejemplo
dejó un vaso sobre la mesa
Vació, sediento de tanto esperar
Alguien que no dudara a verter líquidos besos

La muerte es sin embargo
El remedio exclusivo
Único de los atrapados

La muerte del solitario es acaso más noble que cualquier muerte.
El que muere en soledad muere abrazando su almohada
Recordando con odio versos de Neruda
Agradeciendo a la muerte
Que no halla dudado en verter el beso último en su vaso.

Centauro (Fragmento)

Hay una celda fría

no vayas ahí, no llegues a allí

despliega tus patas, centauro

levanta tu cabeza, centauro

no hay sitio para ti.

Soria (Fragmento)

VI

Olvidarte? No. Construir una tumba dulce donde ponga a reposar tu cuerpo; donde pueda visitarte cada vez que la noche me agarre entre tus recuerdos; un pozo profundo en donde yo te contaré, mientras tu olor me lo permita, la historia de nuestro amor y la predicción de nuestro reencuentro. ¿Olvidarte? No. Enterrarte cuando tu cuerpo ya no me sirva de nada y romper en pedazos tu cuello, tu columna para que no vayas a volver si no soy yo quien lo quiere; para que no vayas a resucitar sin mi permiso; para que nadie más pueda amarte nunca. ¿Olvidarte? No. Dejar que tus pulmones se sequen y tu piel se descomponga y dejar caer la tierra sobre ti, para que yo plante lirios y al verlos crecer... jamás vuelva.